La sala de espera no tenía nada de especial. Las paredes estaban pintadas de un color blanco neutro solo roto por algunos paneles dónde se hablaba sobre la empresa: eslóganes de campañas y gráficos que mostraban el crecimiento de la compañía. Era bastante parecida a la de otras empresas que había visitado, dónde todo parecía estar pensado para dar una imagen de dinamismo y futuro.
La chica de la mesa de recepción cogió mi curriculum sin mirarlo (lo que me molestó un poco, porque me había pasado la noche anterior maquetándolo y buscando una foto adecuada) y me dijo que enseguida empezaría la entrevista. Tomé asiento junto con el resto de candidatos, la mayoría de ellos absortos en sus teléfonos móviles para evitar tener que entablar una conversación. Pasaron unos minutos hasta que en el pasillo apareció una mujer joven que nos pidió que la acompañásemos. Llegamos a una sala con una gran mesa en el centro y nos fuimos sentando alrededor de ella. La mujer se presentó como responsable de recursos humanos de la compañía.
La responsable de RR.HH nos explicó en qué consistía la oferta. Era un trabajo de teleoperador, había que vender productos de telefonía móvil. Llegó el turno de las presentaciones. Como si de un campamento escolar se tratase, todos teníamos que hablar sobre nuestra experiencia y explicar porque nos interesaba el puesto.
¿Por qué me interesaba el puesto? Tentado estuve de decir la verdad; que aquel no era el trabajo de mis sueños, ni mucho menos; que hacía casi un año que había terminado mi carrera y aún no había encontrado nada de lo mío; que empezaba a desesperar y que estaba dispuesto a trabajar de cualquier cosa. Pero imagino que esa respuesta no le habría gustado mucho, así que me inventé algo para salir del paso. El resto de candidatos habló de su experiencia en el mundo de las ventas, presumieron de másteres, de idiomas y de estancias en el extranjero. Me preguntaba por qué gente tan preparada aspiraba a ser teleoperador
Para terminar nos pidieron hacer una especie de teatrillo en el que demostrásemos nuestras dotes de vendedor intentando que un compañero comprase cualquier producto que se nos ocurriera. Inexplicablemente nunca me preparaba esa parte de la entrevista, así que, entre balbuceos y muletillas, mi speech debió quedar bastante ridículo.
Una vez acabada la entrevista, la responsable de RR.HH nos dio las gracias por nuestro tiempo y dijo que en breve avisarían a los seleccionados. Fui hacia al metro con algunos de los demás entrevistados. Todos parecían bastante confiados en sus posibilidades incluso alguno sugirió que nos animásemos a tomar unas cañas. Yo estaba de todo menos animado, así que me despedí lo más amablemente posible sabiendo que no volvería a ver a ninguno de ellos.
Mientras me iba a casa me pregunté cuántas veces más tendría que pasar por lo mismo. Iba sumido en mis pensamientos cuando un anuncio en una parada de autobuses llamó mi atención:
Estamos seleccionando vendedores de élite.
Si eres un apasionado de las ventas y quieres ponerte a prueba a ti mismo y a tu ambición, por fin nos has encontrado.
No se necesita experiencia, sólo ganas de trabajar y de aprender.
A pesar de mi aversión por el mundo de las ventas, aquel anuncio tenía algo especial. Aun bajo los efectos depresivos de mi pobre actuación en la entrevista de trabajo, apunté el número de teléfono que figuraba en el anuncio, dispuesto a llamar en cuanto llegara a casa.
No sabía hasta qué punto esa llamada cambiaría las cosas.